Por Luis Papagni

Ingeniero en Sistemas de Información (UTN)
Miembro del Consejo Asesor del Laboratorio de Innovación y Tecnología Aplicada al Trabajo (LITAT) | AGC
Docente y consultor en transformación pública digital

Hay veces en que la historia gira en un párrafo. Y pocas veces un párrafo tan breve tiene la capacidad de condicionar por décadas la forma en que un país protege datos, valida identidades y ejerce su soberanía digital. El reciente entendimiento entre Argentina y Estados Unidos en materia de comercio digital es uno de esos momentos. No por lo que dice, sino por lo que implica, lo que habilita y, sobre todo, lo que el país podría resignar sin medir sus consecuencias inmediatas o a largo plazo.

El acuerdo, que aún no tiene texto completo público, incluye una frase que pasó desapercibida para muchos, pero que para quienes trabajamos en identidad digital y en infraestructura pública es un verdadero punto de inflexión:

Argentina reconoce a Estados Unidos como “jurisdicción adecuada” para la transferencia de datos personales, se compromete a no aplicar regulaciones diferenciadas a servicios digitales estadounidenses y, además, tiene la intención de reconocer como válidas las firmas electrónicas emitidas bajo estándares de EE.UU.

A simple lectura puede sonar técnico, y seguramente lo es. Pero también es político y profundamente estratégico.

Cuando el comercio digital define quién controla los datos argentinos

Reconocer a EE.UU. como “jurisdicción adecuada” implica que datos médicos, financieros, laborales, biométricos, comerciales o educativos de argentinos pueden ser tratados bajo leyes extranjeras, con estándares que no son los nuestros y sin capacidad de supervisión real. Si un dato sensible argentino terminara en un servidor estadounidense, quien realmente tendría control no sería la Agencia de Acceso a la Información Pública, sino las cortes y las agencias federales norteamericanas.

Y si mañana un ciudadano argentino quiere litigar por mal uso de su información, o por la validez de la identidad de los firmantes de un contrato digital, debería hacerlo bajo jurisdicción norteamericana. En un acto simple: un clic hoy, un problema difícil de afrontar mañana.

Aquí vale recordar algo esencial: en la era digital, la verdadera frontera no está en la geografía, sino en quién controla los datos que te definen. Y este acuerdo altera justamente esa frontera intangible.

La firma digital argentina: un modelo robusto que podría quedar obsoleto por decreto

Argentina construyó, a lo largo de dos décadas, una de las infraestructuras de firma digital más sólidas de la región: una Autoridad Certificante Raíz estatal; certificadores licenciados (públicos y privados) bajo auditoría permanente; presunción legal de autoría e integridad; y trazabilidad para todos los actos administrativos.

Ese ecosistema permitió garantizar seguridad jurídica en trámites, compras públicas, procesos judiciales, contratos privados, recetas médicas y expedientes estatales. La transformación pública digital argentina se consolidó como política de Estado. No es menor que desde hace más de ocho años, cada acto administrativo nacional se firma digitalmente.

Estados Unidos, en cambio, no distingue entre firma electrónica simple y firma digital. Un clic, un gesto, un “I accept”, una firma escaneada o una firma criptográfica compleja valen prácticamente lo mismo jurídicamente. Es un modelo basado en el mercado, no en la certidumbre jurídica.

Por esto este entendimiento abre una puerta riesgosa, y aun incierta: Aceptar automáticamente firmas electrónicas emitidas en EE.UU. como válidas en el derecho argentino. Y sin la reciprocidad legal.

Eso significa tres cosas, muy claras:

1. Que una plataforma privada extranjera podría emitir certificados digitales “válidos” en Argentina sin pasar por la supervisión del Estado argentino.
2. Que documentos firmados con estándares laxos podrían gozar aquí de presunción legal.
3. Que nuestra infraestructura de firma digital podría volverse irrelevante frente a proveedores extranjeros con más escala, más marketing y menos regulación.

En términos simples, corremos el riesgo de reemplazar un sistema estatal que ha venido robusteciéndose por más de 20 años, por un mercado externo desregulado.

Este entendimiento, además, plantea un problema sistémico para la arquitectura argentina de certificación digital. Si proveedores estadounidenses pueden operar sin pasar por la Autoridad Certificante Raíz, se genera una asimetría regulatoria que favorece un “dumping” normativo: nuestras AC siguen bajo auditoría estatal y estándares estrictos, mientras que las estadounidenses —amparadas en la neutralidad tecnológica de su país— podrían ofrecer servicios con costos menores y menor control. A esto se suma una incompatibilidad estructural: Argentina opera con una infraestructura jerárquica única y centralizada, mientras que Estados Unidos funciona con múltiples raíces privadas sin control unificado. No estamos ante un problema de interoperabilidad técnica, sino ante dos filosofías regulatorias opuestas, una basada en seguridad jurídica y otra en mercado.

La asimetría: lo que Argentina acepta, no es lo que recibe

Ni Estados Unidos va a reconocer automáticamente la firma digital argentina como “firma cualificada”, ni va a adaptar su legislación para armonizar con la nuestra. Esto no sería un acuerdo de reciprocidad técnica, sino un alineamiento jurídico unilateral. Una estrategia muy distintita a la trabajada desde el 2019 con los países de la región.

La Unión Europea, por ejemplo, jamás permitiría algo así, dada su regulación actual. Su modelo eIDAS exige equivalencia técnica y jurídica antes de reconocer firmas o flujos de datos. Brasil tampoco lo acepta: su ICP-Brasil es tan estricta como la nuestra. Chile y el Mercosur tienen acuerdos bilaterales basados en estándares compatibles, no en renuncias. Aquí, en cambio, Argentina reconoce todo; EE.UU. no adapta nada.

Entonces, como estamos observado, a partir de lo que ha trascendido, es que aquí la discusión de fondo no es técnica. Es de poder. Cuando un país cede el control sobre sus datos, sus identidades digitales, sus certificados electrónicos y quizás sobre sus algoritmos, no solo flexibiliza un marco regulatorio, sino que termina de ceder una parte de su soberanía; en este caso, la soberanía digital, posiblemente una de las cercanas y próximas batallas a nivel global.

Y en un mundo donde la identidad digital comienza a valer más que la cuenta bancaria, donde la economía real se sustenta en datos y algoritmos, y donde la inteligencia artificial multiplica esos efectos, la soberanía digital es la soberanía del siglo XXI. Por eso es clave recordar otra verdad profunda: La identidad digital es el nuevo pasaporte del siglo XXI. Y su control, la moneda de poder más valorada.

Si Argentina no puede auditar algoritmos, no puede controlar el flujo transfronterizo de datos, no puede exigir estándares locales a plataformas globales y no puede preservar la firmeza jurídica de su firma digital, entonces terminar dependiendo tecnológicamente de decisiones tomadas afuera.

Como en los tratados desiguales del pasado, pero ahora con datos biométricos, historiales clínicos, con contratos públicos, con documentos estatales.

Una pregunta incómoda, pero inevitable

Nadie discute que Argentina necesita inversiones, tecnología, acuerdos internacionales y modernización del Estado. La cuestión no es si hay que firmar acuerdos, sino qué ponemos del otro lado de la balanza.

La pregunta incómoda que deja este párrafo del acuerdo con Estados Unidos es simple:

¿Estamos negociando nuestra inserción en la economía digital, o estamos entregando, en silencio, el control de nuestra identidad digital, nuestras firmas y nuestros datos a jurisdicciones y empresas que no responden a la sociedad argentina?

No se trata de rechazar acuerdos internacionales. Argentina necesita integrarse, modernizarse, atraer inversiones y construir confianza global. El problema aquí no es integrarse. El problema es cómo lo vamos a hacer. Y aquí la segunda pregunta que queda abierta, y que deberíamos hacernos como sociedad es la siguiente:

¿Estamos apostando a la cooperación tecnológica o estamos resignando, sin debate público, los pilares que sostienen la confianza digital en el Estado argentino?

El acuerdo puede tener beneficios económicos inmediatos. Pero en términos de soberanía digital, podría dejar al país en una posición demasiado vulnerable. Todo en un combo cerrado, sin discusión pública, sin debate parlamentario real, sin explicar qué se entrega a cambio.

Porque la firma digital ya no es un trámite técnico. Es el acto soberano por excelencia en la era digital.

Y hoy esa soberanía está en duda.